sábado, 17 de noviembre de 2012

Tinta

Abigail Rodríguez Contreras




Cuando lloro, escribo. Cuando me enojo, escribo. Cuando corro, no puedo escribir.

Troté y llorando con la boca cerrada llegué al cansancio. Nada pude. Mil veces recé porque no me encontraran. Pero los muchachos son todo menos débiles. Saben correr, medir el rumbo del miedo, alcanarlo. Con toda su furia patear, terminar de sangrar la herida. Caí, como caen los ciervos después del veneno en temporada de caza.

Me encontraron, tuve que elegir entre Acapulco y la clínica. Saben que detesto el sol. Me internaron. Justo cuadno necesito amigos, recuerdo que no tengo, que no puedo tener. No sé por qué, pero nunca he tenido amigos. Cristobal murió, me abandonó con todas las bestias. Garra a garra me fueron comiendo, empujándome, entre cuatro paredes, llenarme la boca de pastillas.

La primera noche fue de bruma, la mala risa, las niñas enfermas, las ancianas perdidas. Llena de suero caminé, con las piernas amarradas a la cama, me ataba a la clínica un pedestal de cadenas. Todos mis hijos son eslabones, cráneos de sal en el hielo, mi vidahielo. Me sedaron, pero la niña gritó tan fuerte, me despertó y yo no podía ayudarla. Así me di cuenta que ya era inmune a los somníferos.


Subí a piso y cambié de cuarto muchas veces. Primero tuve televisión y estaba sola. Luego compartí la habitación, regresé al cuarto, luego me tocó vivir con cuatro locas. Las bestias me dijeron que era demasiado caro mantenerme en ese cuarto. Demasiado caro fue para mi amamantarlos a todos cuando no tenían dientes para morderme.

Las cuatro locas eran fanáticas, robaron mi pluma para dibujar el símbolo de la eucaristía y muchas cruces en la sala de tele. Me culparon a mí. Otra vez las odié. Odié todo. Me prohibieron la pluma, la escritura, dibujarme las piernas y escribirlo todo, como para tragarme al mundo después de que me había sido negado. Negar todo lo negado, invisibilizarme. Ninguna tinta, ningún recurso para existir. Nadie me soporta, ni la tinta, ni mi escritura, floto.

Las locas aman el tabaco, las calma, las llena del amor que no conocieron. Se vuelven traficantes, asesinas. Una vez alguna terminó en el hospital por culpa de otra, la despojaron de su tabaco, de todo su amor por vivir.

Tengo una angustia vitalicia por seguir respirando, no termina, no se acaba. Las ventanas son altas. Lo agradezco. Algunas pacientes deambulan desnudas, defecan las esquinas. No soporto la clínica. Las manos vacías, mi vida sin mi pluma.

Cristobal murió, con las manos, con la voz que enérgica podía callarme. No puedo escriibr. No puedo dejar testimonio de mi odio, no existo, el inventario de las bestias que llevan mi apellido no será escrito.


Pensé en tinturas, me sobraba papel escondido entre el forro de un sillón del cuarto y su base de madera. Doblé una hoja y la usé como arma una vez que todas habían dormido. Me encerré en el baño y comencé a raspar la pared de yeso. Dos palabras, Cuarenta y cinco. Pero no me bastaba, las letras blancas, la pintura blanca. El bajorrelieve no me bastaba. Necesitaba tinta.

Robé todos los cigarros y con el tizne rellené cada letra, la curvatura de las vocales y las consonantes, lo llené todo, confiando en un buen castigo,  que tuvieran para mí todas las locas.




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